
Ni Córdoba la lujosa, ni San Martín la portuaria, ni San Lorenzo la “bolsista”. En Rosario, la más democrática y popular de las calles es San Luis, atada desde el principio a la historia local y espejo exquisito del cruce de religiones y nacionalidades que armó como un rompecabezas las piezas originales de la Chicago argentina.
Testigo de la llegada de los grandes contingentes de inmigrantes y ejemplo único en su tipo de tolerancia y diversidad, esa franja horizontal que recorre el centro de este a oeste y que supo albergar a “turcos y judíos” funciona desde hace más de un siglo como el mejor sensor del humor económico de la ciudad. Entre vidrieras repletas, veredas ambulantes y ofertas de estación, la calle San Luis acompañó el crecimiento de Rosario desde sus orígenes portuarios y cerealeros hasta el esplendor de mediados de siglo, para sucumbir después bajo las botas con ruido neoliberal que estrujaron la economía con recetas librecambistas.
“La calle San Luis es el resultado de una historia y de una simbiosis maravillosa que nace cuando empiezan a caer a Rosario contingentes de inmigrantes árabes y judíos, muchos de ellos de habla árabe con origen sirio”, rememoró Elías Soso, máxima referencia de dirigente empresarial local y testigo privilegiado de la vida comercial regional.
El dirigente. El dirigente, que el próximo 3 de agosto cuando se cumplan tres décadas como presidente de la Asociación Empresaria de Rosario (AER) dejará la conducción de la entidad, fue un protagonista casi excluyente de la historia económica que recorrió esta arteria y su militancia como dirigente empresarial estuvo íntimamente ligada al conocimiento minucioso de la realidad de los comerciantes que la habitan.
La participación pública de Soso arrancó cuando a sus 28 años pisó por primera vez la sede de AER. Por eso, es imposible analizar la trayectoria del dirigente rosarino sin contemplar su origen como comerciante en esta calle tan emblemática como particular de la actividad empresaria local.
Además de las colectividades italianas y españolas, la inmigración árabe y hebrea aportó contingentes muy significativos a la conformación demográfica de la ciudad, con la peculiaridad de que a diferencia de otras nacionalidades, los “turcos” y los “rusos” no fueron a las colonias agrarias sino que se instalaron en el centro.
En el caso particular rosarino, las instituciones y los comercios se concentraron en un pequeño radio que tuvo eje en San Luis y Dorrego, pero que fue avanzando hacia el río y se extendió hacia otras calles. Esa estructura del espacio, que data de la época de creación de las asociaciones, se mantiene todavía hoy. “Los inmigrantes se empezaron a juntar de a poco a partir de principios de 1900 y hasta 1920, ahí es cuando se produjo el aluvión más grande, y la mayoría se asentó por Dorrego y San Luis, donde hoy está la marca artística en el piso que toma letras tanto del alfabeto árabe como del hebreo y que significa “hogar”, porque en eso se transformaba Rosario para esa gente, en un hogar al que venían a vivir y a trabajar”, reflexionó Soso.
Casi en simultáneo se construyó la sinagoga, la iglesia ortodoxa por calle Italia y la católica bizantina por Moreno.
“Las iglesias funcionaban como lugares donde los inmigrantes se juntaban, allí se reunían los paisanos para pasar sus fines de semana y para trabajar un poco también, resolver cosas y conversar”, muchos de ellos dueños de negocios asentados sobre San Luis, y otros tantos sobre Dorrego.
Mientras nacía en Estados Unidos, en 1929, la mayor crisis capitalista de la historia, Rosario veía como circulaban por sus calles las primeras líneas de ómnibus de transporte de pasajeros, al tiempo que la electricidad reemplazaba al gas definitivamente en el alumbrado público.
Ese mismo año abrió su comercio la familia Soso por calle Dorrego, una tienda de venta de tejidos que estaba “cerca de los Sauán y de los apellidos más representativos de ambas colectividades”.
“Para nosotros no existían los problemas de religión, eso quedaba muy lejos afortunadamente”, contó Soso.
LA EXPANSION. Con el correr de los años la calle fue creciendo y llegó hasta Paraguay, en lo que fue su primer tramo de crecimiento. “Por calle San Juan estaban los carreros que nos llevaban los paquetes al ferrocarril, porque acá estaba la estación de ómnibus central, adonde llegaban los ómnibus que venían desde afuera, y después con esos carros llevábamos los paquetes hasta la estación de trenes, tanto la Rosario Central como la Rosario Norte”, relató Soso.
La ciudad hervía y se movía al compás del desarrollo ferroviario. Dentro de ese cosmos, calle San Luis funcionaba como un universo aparte que concentraba en sus veredas y mostradores lo más puro del comercio: “Rosario en ese entonces era un enjambre de gente comprando que venía desde todas partes del país, desde el Chaco, Corrientes, Entre Ríos, del norte de Santa Fe, de Córdoba, y de la provincia de Buenos Aires”, recordó.
Los visitantes ocasionales buscaban en calle San Luis lo que no encontraban en otros lugares, los mayoristas en serio. “Los mayoristas eran mayoristas en serio, había mercadería en gran cantidad, algo que hoy es difícil de encontrar. Los negocios eran ampulosos, había grandes empresas que con el tiempo fueron perdiendo la fuerza que tenían antes en el rubro”, agregó el dirigente.
Ese mundo se regía por sus propias leyes y reglas, que seguían las normativas oficiales pero también se movían según las costumbres que los propios inmigrantes habían forjado entre ellos como forma de solidaridad y protección frente a la sociedad que los acogió. “En calle San Luis había un concepto muy extraordinario de la palabra empeñada. Por ejemplo, cuando llegaban los trenes desde el norte llegaban a una hora tardía de la noche, en esos servicios llegaban los del Chaco, que se bajaban de los trenes y se iban para calle San Luis. Entonces si vos tenías el negocio abierto, vos le ganabas de mano a todos los demás porque al otro día ya era tarde, ya habían comprado. A partir de esa situación todos los comerciantes se pusieron de acuerdo en un documento que todos firmaron, y que decía que auquel que no cumpliera con el cierre a las 20 horas, iba a ser repudiado de manera ejemplar”, recordó Soso.
“Yo pregunté que quería decir ser repudiado, y me contestaron que significaba que no podría jugar nunca más a las cartas con ellos, y que no le iban a hablar. Y eso se cumplía, y era un castigo terrible al que nadie quería quedar expuesto”.
Otros tiempos. La historia data de la década del 30. El lugar donde los paisanos se juntaban a jugar a las cartas era un café que estaba por la propia San Luis entre Italia y España. “Allí jugaban por unas chirolas, lo que estaba prohibido. Entonces ponían a algún chico en la puerta para mirar si venía la policia, y si aparecía alguno el chico tiraba una cuchara que hacía un ruido bárbaro y todos desaparecían. Todos se llevaban bien, y los negocios trabajaban bien”. “La palabra empeñada se cumplía. También es verdad que se conocían todos, se encontraban permanentemente porque todos vivían allí, iban a la misma iglesia, al mismo bar, casi todos tenían incluso una relacion de parentezco, y por suerte el tema religioso nunca fue una diferencia, hasta los chicos íbamos todos a la misma escuela”.
Después, la calle y sus tiendas siguieron creciendo hacia el este, para llegar hasta Corrientes. Con los años el empuje hacia esa zona se fue haciendo cada vez más fuerte, y era la propia presión de los negocios la que llevaba todo para allá.
Según Soso, la dirección de la expansión —hacia el río— fue porque hacia el otro lado, o sea hacia Oroño, estaba la Asistencia Pública y las propiedades ya estaban construidas. “Las relaciones eran casi familiares, y todos se ayudaban entre ellos. Después todo creció, se occidentalizó, de cierta manera se volvió más anónimo. El tema de la solidaridad entre paisanos fue desapareciendo a medida que la sociedad crecía mas y mas, y los capitales también”, explicó el dirigente empresarial.
Según relató Soso, la cultura del trabajo era una constante: “la zona más abnegada al trabajo estaba en la calle San Luis, ahí laburábamos todos, si tu viejo tenía que darle trabajo al hijo se lo daba a la pariente de la otra cuadra para acostumbrarlo al trabajo, era una escuela del esfuerzo, pero no de la gran renta, ya que no fue rentística. Las enormes fortunas se hicieron en otros ámbitos de trabajo, en los fierros, en la construcción, en lo financiero, acá se hizo plata pero no fortunas arrolladoras”.•

Fuente: La Capital